CIENTO OCHENTA Y SIETE MIL KILOS DE CARBÓN
- Marcos Martinez
- 15 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 8 ene
Después de una visita a Perdriel. Leo y su familia me contaron dos o tres historias, brutales y verdaderas, que forman parte de la crónica.
Escribe: Marcos Martinez
Arte: Milagros Garcia

La luna entre los arbustos hace centellear los ojos, de fondo la montaña, a sus espaldas el asentamiento. Los vecinos, escondidos, sienten vibrar la tierra, el traqueteo, el sonido que viaja por el metal; ya se acerca la locomotora.
All.All.All.All.
El maquinista sabe lo que va a suceder, ayer no vinieron y hace unos días pasó lo que pasó. Seguro me frenan, piensa. Mientras más cerca está el tren más rápido parece ir, algunos vagones tienen dibujado un jaguar y los vecinos también son jaguares que corren por la orilla de las vías, por la orilla de la noche. Dos de ellos se agarran de un estribo, corren, intentan dar un salto que los impulse hasta lo que queda de escalón. Al subir, el más flaco piensa que si pudieran le sacarían todos los estribos, el otro no piensa tan rápido, es un hombre de hechos.
Ya están los dos arriba del tren, dos siluetas recortadas avanzan y saltan de un vagón a otro hasta llegar al primero. Una vez ahí, tiran la palanca del freno y así, vagón por vagón, la manguera hidráulica se estremece, el tren frena y suspira. De los arbustos salen hombres y mujeres que trepan a los vagones del tren, detenido a la orilla del tanque que alguna vez tuvo agua.
Revuelven entre la arenilla negra, buscan los carbones grandes para que después ardan en braseros, salamandras, tachos, en restos de cocinas de hierro. Eligen los más
grandes y saben que no hay mucho tiempo. Las manos se van poniendo negras, las bolsas de nylon se van llenando, los bolsillos de los buzos viejos también.
Un móvil frena.
Dos policías bajan, cargan las armas, los vecinos ya conocen el ruido. Policías y vecinos se miden bajo la luna, dos viejos enemigos. Un disparo corta el silencio lleno de murmullos, los perdigones de goma explotan, el disparo se repite. ¡Alto!, dice el más
petiso de los policías.
Ambas bandas mantienen distancia, ambas bandas saben que no pueden llevar más carbón. Las sombras de los vecinos bajan de los vagones, corren, se pierden entre arbustos y calles de tierra.
El tren respira, sigue su paso y se aleja del asentamiento.
All.All.All.All.
El móvil arranca y se aleja de la sombra del tanque vacío que alguna vez tuvo agua.
Los vecinos sonríen, vuelven a casa con el botín, saben que esta noche la policía estuvo mansita por el descarrilamiento de hace dos días, sino no hubieran tirado al aire, hubieran venido escondidos, tiznados, entre el carbón; hubieran esperado que el tren frene; hubieran apuntado mejor. Si no fuera por el descarrilamiento que los vecinos
provocaron hubieran vuelto mordidos por las balas de goma, marcados o sangrando, según la distancia del disparo. El descarrilamiento fue porque un cabo disparó a quemarropa a un pibe, disparó con balas de plomo. Era su primera vez y se puso nervioso cuando los sintió caminando sobre los vagones. El cabo y el pibe fueron noticia de algún diario que olvidaremos.
Hace algunos años otro pibe fue noticia, se resbaló por la escarcha. Creen que una pierna se enganchó en la rueda y fue devorado por la máquina. Esa noche el tren no frenó, la policía juntó la mitad del cuerpo y se la entregó a los vecinos. Cuando el hermano preguntó por la otra mitad, la policía amenazó con tirar si no se iban, ellos agacharon la cabeza y se fueron. Esa noche faltó el calor del carbón, faltó un hermano y todavía faltaba darle la noticia a su mamá.
Tenía treinta y dos años, padre, sin laburo.
Al otro día, ahuyentaron los bichos y terminaron de juntar los restos. Pensaron en cuándo había sido la última vez que lo habían visto sonreír, la última vez que habían hablado con él, cada uno de ellos dijo Podría haber sido yo. Tenían razón: cualquiera podía morir debajo de las fauces de la máquina, devorado una noche de frío mientras rodaba el deshecho de la gran industria, el deshecho del progreso que no pudieron robar.
El carbón les aseguraba un poco de calor en invierno, porque el frío es más frío en el asentamiento de Perdriel, que creció al pie de la montaña, al lado de las vías del tren que lleva el desecho del progreso para industrias que puedan pagarlo.
Ciento ochenta y siete mil kilos de carbón en cada viaje. Ciento ochenta y siete mil kilos de carbón de coque, deshecho, carbón para fundición, para el progreso. Ciento ochenta y siete mil kilos de carbón, manchados de sangre, pasan por la orilla de la villa y son la tentación del calor que no tendrán en invierno. Ciento ochenta y siete mil kilos de carbón defendidos a plomo por un mísero adicional que la policía acepta para tener un poco de calor pago en invierno, no calor prohibido, calor legal de sueldo estatal que compra brazos y conciencias de los que empuñan las armas. Ciento ochenta y siete mil
kilos de carbón en cada viaje. Los vecinos, entre todos, sólo pueden robarle quince kilos de carbón al progreso.
Comments