EL ERUDITO DE PUEBLO SOTO
- Ayrton Gerlero
- 22 feb
- 3 Min. de lectura
En el barrio la sabiduría tiene forma de un hombre misterioso, Erudito Gómez. Sin edad aparente y con un conocimiento que desafía el tiempo.
Escribe: Ayrton Gerlero
Arte: Ezequiel Gutierrez

Cada generación de mentes precisa un bastón de soporte, una vara que no es un apoyo absoluto, pero sí un eje axial que enseña a surcar el pensamiento. Mi generación tiene unos cuatro, y el que enseñó la sabiduría en el barrio donde crecí fue Erudito Gómez. Erudito no tenía nombre y mucho menos apellido, era un tipo que jamás hablaba de sí mismo porque decía solo amar la fruta del conocimiento y la panacea del descanso. Al maestro lo nombramos así con unos amigos ya que vive al lado de una gomería en la calle 12 de Octubre. Cada tanto uno iba a su casa sin importar el horario, incluso los pibes de Pueblo Diamante peregrinaban en pleno miércoles para ir a consultarle cuestiones literarias, matemáticas o ahondar en las respuestas a los misterios del amor (tales respuestas nunca existieron pero, en sus charlas, el universo dejaba entrever lo que con recelo oculta).
Cuando tomaba la suficiente cantidad de cerveza, Erudito recordaba los poemas de Lorca como si él mismo los hubiese escuchado en una noche similar a aquellas de alcohol, y las lágrimas ocupaban dos cuartas partes de sus ojos. Alguna vez lo escuché suspirar “Federico”, como quien exhala un viejo anhelo, una batalla perdida que ni el tiempo ni el destino le permitirían un segundo intento, aunque uno le insistiera con que el primero no contaba, pues era de ensayo. Erudito tiene un maxilar ancho, de frente alargada y cejas robustas, quizá tanto como su bigote desalineado. Debe tener unos cincuenta años pero, aún hoy, probablemente ni el Negro Soto le ganaría un mano a mano. De hecho, así fue alguna vez en el ‘47, cuando esperando el tren que iba a Monte Comán un tipo pasó arrastrando el poncho y Erudito, sin mucho cuidado, lo pisó. La pelea duró unas dos afrentas a la madre del distraído, porque ni bien vio su zapato sobre la tela roja y negra, con la precisión de un cirujano Erudito largó una piña que lo hizo entender a Soto: “Este tipo tiene la mano más pesada que yo”. Ambos quedaron inmóviles, y según el Sabio, el Negro le dijo “Dejá” y se fue a buscar otras peleas, con su paso en curda y silbando algo.
Como los cofrades no solemos estar en los detalles más obvios, siempre se nos pasó por alto lo preocupante de aquella anécdota: en el ‘47 Erudito no tendría que haber existido. Alguna tarde tomando unos verdes y charlando de Bizancio con un detalle fenomenal, le inquirí sobre aquella trivialidad. “Óigame Erudito, ¿usted qué edad tiene?“
Con seriedad y su voz grave me dijo “La suficiente para manejar solito”. No era la primera vez que evadía las cuestiones personales con esa maniobra, así que le volví a preguntar. Dos, tres, cinco veces le pregunté. Medio cansado me dijo “¿Querés saber algo tan irrelevante con tanta insistencia? Leé entonces”. Me pasó un libro de cuero rojo, con metales y piedras opalescentes engarzadas en forma de pequeños círculos en sus cuatro esquinas. Mientras se paraba a buscar algo más en el cajón yo investigaba sus páginas. No tenía título ni prólogo ni número de páginas, no tenía nada más que su contenido. Estaba escrito con tinta mezclada con algún colorante en polvo, y su primer y único capítulo estaba lleno de palmas de manos esparcidas irregularmente a lo largo de las 71 páginas. Lo miré, con su estatura corta y pesada, mientras ocioso se sentaba y prendía su pipa. A la misma vez encendía una vela puesta en un candelabro con detalles victorianos o barrocos. Fumaba y jugaba con la débil llama, como si no sintiera dolor alguno en sus dedos. Sospeché algo que me dejaba mudo, una idea que no me permitía decirla, porque la revelación sería incluso demasiado para un poeta. “Sí” me dijo sin mirarme. “Ahora, ¿seguimos hablando o vas a seguir boludeando con las fechas de cumpleaños? Si querés también te digo mi signo zodiacal, soy un Piscis con ascendente en qué carajo importará”.
Cerré el libro, seguí cebando y escuchando, sin dejar de preguntarme por un instante si aquellas manos estaban en la misma y exacta posición que en las cavernas.
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